El mundo espera el texto final de la COP30
La imagen es ésta: mientras los termómetros baten récords y las cosechas se vuelven impredecibles, el mundo político, financiero y productivo se encierra en Belém, a las puertas de la Amazonia, para la COP30, la cumbre climática de la ONU que marca los 10 años del Acuerdo de París. El foco no es sólo el CO₂: son los alimentos, los bosques y el modelo de desarrollo.
Hoy, en Belém, ya no se discute si hay crisis climática, sino cuánto nos va a costar seguir mirando para otro lado. La FAO viene advirtiendo que los eventos extremos —sequías prolongadas, inundaciones repentinas, olas de calor— ya están recortando rendimientos agrícolas y encareciendo la producción de alimentos. El clima dejó de ser una variable de fondo para convertirse en el factor que define si hay cosecha… o pérdida.
Por eso esta COP es distinta: por primera vez, la producción agroalimentaria y los sistemas alimentarios aparecen en el centro de la agenda oficial. Hay un pabellón específico de “Food & Agriculture”, días temáticos dedicados a agricultura, pesca, seguridad alimentaria y agricultura familiar, y una presión muy fuerte para que las decisiones finales no hablen sólo de energía, sino también de suelos, agua y alimentos.
En paralelo se está consolidando un cambio de relato: el viejo falso dilema “bosques versus producción” empieza a resquebrajarse. Un informe presentado por la FAO en la COP30 muestra que proteger y restaurar los bosques no es un lujo ambiental sino una condición para el éxito agrícola: los árboles regulan el ciclo del agua, amortiguan las olas de calor, protegen los suelos y sostienen los medios de vida rurales. Traducido: deforestar puede dar caja rápida, pero debilita la base productiva y la seguridad alimentaria a mediano plazo.
El otro gran eje de Belém es la plata. Brasil y Azerbaiyán llevaron a la cumbre la llamada “Hoja de Ruta de Bakú a Belém”, un plan para movilizar 1,3 billones de dólares anuales en financiamiento climático hacia países en desarrollo de acá a 2035. Hoy, según el informe del círculo de ministros de Finanzas de la COP30, la financiación climática global ronda los 1,9 billones, pero sólo un 10% llega a economías emergentes y menos del 5% se destina a adaptación. Es decir: donde más pega la crisis, menos recursos llegan.
En ese contexto nace uno de los anuncios más comentados de estos días: el acelerador RAIZ, una iniciativa liderada por Brasil y respaldada ya por varios países y organismos científicos, para restaurar tierras agrícolas degradadas en todo el planeta. La lógica es simple pero potente: invertir en suelos vivos como una “cuádruple ganancia”: más seguridad alimentaria, más biodiversidad, menos emisiones y menos desertificación, en un mundo donde más de mil millones de hectáreas agrícolas están ya degradadas.
Ahora bien, sin un cambio en la matriz energética, la ecuación no cierra. En Belém, 83 países ya apoyan la idea de un “roadmap” para la salida progresiva de los combustibles fósiles y más de 40 respaldan un plan específico contra la deforestación. Son discusiones durísimas, con posiciones muy tensionadas, pero que señalan algo clave: el destino del agro global está atado a la velocidad con la que el mundo logre dejar atrás el petróleo, el carbón y el gas, y a la capacidad de frenar el avance sobre bosques y humedales.
La COP30 también deja al desnudo las desigualdades de este modelo. Afuera de las salas de negociación, pueblos originarios y movimientos sociales bloquearon accesos a la conferencia exigiendo que se escuche a quienes viven en carne propia la deforestación, los incendios y los desalojos. Adentro, más de mil representantes de la industria fósil circulan entre stands y reuniones privadas. Es el contraste entre quienes defienden territorios y quienes defienden activos. Todo esto ocurre en la Amazonia, el mayor bosque tropical del mundo y, a la vez, uno de los grandes reguladores del clima y de las lluvias que alimentan la producción agropecuaria en buena parte de Sudamérica.
¿Qué deja, entonces, esta COP30 —aún antes del texto final— para la crisis climática, la producción de alimentos y el desarrollo mundial? Deja claro que el clima ya es un tema de seguridad alimentaria y de estabilidad política; que los sistemas agroalimentarios tienen que transformarse para ser parte de la solución y no sólo víctimas del problema; y que sin financiamiento real, los compromisos se quedan en discurso.
Para los países productores de alimentos, el mensaje es doble. Por un lado, hay oportunidad: quien invierta en suelos sanos, bosques, eficiencia hídrica e innovación tecnológica va a estar mejor posicionado en un mundo que empieza a exigir trazabilidad climática de lo que consume. Por otro, hay responsabilidad: seguir expandiendo producción a costa de bosques, humedales o comunidades locales es una estrategia que puede rendir un ciclo… pero erosiona el futuro.
Belém nos recuerda que la frontera real ya no está en el mapa de la soja, del maíz o del ganado. La frontera que importa hoy es la que separa un modelo de desarrollo que agota su base natural de otro que la regenera. Y lo que se decida —o no se decida— en estos días puede marcar, durante décadas, cómo comemos, quién produce y quién se queda afuera en la pelea por un planeta habitable.

